LA MANO INVISIBLE : 1 9 8 7

Por Arturo Cariceo Zúñiga


Iba en la mía, no tenía experiencia, ni conocía la recepción de la gente. Debuté en 1987, año donde expuse dos veces en una pequeña galería ubicada en el centro histórico de Santiago, entre huelgas contra Pinochet, barricadas y gases lacrimógenos, mientras, simultáneamente, realizaba mis primeras exposiciones por fax, la tecnología telefónica de entonces para enviar documentos a distancia. Todo lo que exhibía era consecuencia de mis experimentaciones con la señal televisiva (manipulando la antena, el mando a distancia, las perillas de calibración), los reproductores de video y equipos de sonido portátil (cortando y pegando cintas, re-grabando con los botones de banda, repetición, adelantar, retroceder) junto a las máquinas fotocopiadoras (montando y alterando sobre el cristal de exposición). Como dicen en las películas, conforme las exposiciones fueron amontonándose, “estaba demasiado metido como para salir”.


En síntesis, estaba “pintando” con los medios de comunicación a nivel usuario, de manera gestual, enérgica, espontánea. Lo que hacía no era videoarte, ni postal o sonoro, en el sentido que lo entienden mis colegas. Buscaba los desbordes disciplinarios, que lo hecho no se adscribiera a ningún género o etiqueta artística. Tampoco era un desplazamiento tecnológico de inquietudes ingenieriles o científicas. Era un adolescente anodino y escuálido que había aprendido de Leonardo, tras leer su carta buscando empleo en la corte de los Sforza, que deseaba ser artista a secas. Puede parecer incongruente, o por lo menos inusual, pero por anacrónico que pareciera, mis conjeturas y fantasías artísticas para declararme “pintor”, estaban movidas por esa misteriosa sensación de provocación, y satisfacción personal, de serlo. 


Mis “pinturas” aspiraban a ser “vistas” al levantar tu teléfono, tumbados en el suelo, con auriculares, o vagando por la ciudad con dispositivos de reproducción como el Walkman y, luego, el Discman. No es una exageración decir que, sin saber que se llamaría así, Internet era mi sueño utópico. Supongo que eso es lo que realmente me hizo crear obras remotas y ubicuas. Fue un gran momento cuando, también, decidí conceptualizar mi quehacer bajo la forma de ediciones y reediciones discográficas, incluidas las copias de promoción, splits de siete pulgadas y bonus tracks. No se trataba de un capricho, soy un artista sinestésico y vivo en un país donde el arte se conoce de “oídas”, por cuestiones geopolíticas y menguados presupuestos en cultura. Algo insultante, entonces, como ahora. 


El sonido, y la industria discográfica, como metáfora de ser artista, desde un lugar sin ninguna importancia en la historia del arte, te proporciona un contexto. Aparentemente delirante. Lo mejor de todo es que mis “discos” son gestos arrogantes, pero transparentes como apuestas.  La vida es impredecible pero todo es posible, iba en la dirección correcta, disfrutando cada segundo del proceso, creciendo con cada exposición. Por ejemplo, Federicci Number Nine, uno de mis primeros “discos”, alberga lo que ocurría en Chile, pero la fuerza de aquella obra no estaba en el “tema”, el de las revoluciones y cambios sociales de finales de los años ochenta, porque no realizo arte pensando en qué le va agradar a este o al otro. Federicci Number Nine es un conjunto discontinuo de “pinturas” trabajadas con la tecnología que tenía a mano: la telefonía, las fotocopiadoras y la videocámara, no la de fotografías, porque me cargaba el proceso de revelado. 


Es bien curioso, la recepción de mis “discos” fue bien rara, no sólo porque eran los años ‘80, sino porque soñaba con obras realizadas y transmitidas desde mi casa, en tiempo real, “grabadas en directo”,  hacia cualquier lugar. Obras sustentadas en el pinchar y cortar, influenciadas por el imaginario electrónico de los samplers, programas y secuenciadores. La cuestión de fondo de mis pinturas era el ruidismo, que en los ‘90, dio paso al silencio, unos y otros con resonancias bailables, alimentadas por el estallido normal de energía adolescente pero, también, sin falta de complicaciones por la febril atmósfera política de un país depresivo, adicto al consumismo, sin matices, siempre polarizado.


Mirándolo, ahora, en perspectiva, mis tempranas exposiciones prepararon el terreno y pusieron los cimientos para arriesgar mi pregunta de sentido al interior del ámbito académico. Hacer arte fuera del muro universitario resultaba fácil; por el contrario, dentro, reportaba un alto margen de riesgo. La razón: los grados académicos no te hacen “más” artista y el coste del fracaso se oculta con títulos de educación superior. Una pantallada, cuyos intolerables remanentes inquietan. Me propuse ser un artista universitario, exponiendo “pinturas” como si fueran “discos”, con “tracks” remotos y ubicuos, fuera y dentro de las galerías y museos. Era muy joven pero consciente de la extrañeza de mis ocurrencias, una extrañeza de la que disfruto bastante: en 1990, logré dar con el nombre de mi discográfica: Loyola Records. Tres años más tarde, terminaría el decálogo con los preceptos de una obra “invisible”.